sábado, 27 de junio de 2020

La obra de arte como viaje interior



La obra de arte como viaje interior

Conocí a Juan José Aquerreta como profesor de pintura en la Escuela de Arte de Pamplona, su carácter introvertido y esquivo, podría haber sido incompatible con el mío, sin embargo el entendimiento fue absoluto, sus conocimientos sobre arte y sensibilidad extrema me atraparon. Su naturaleza tranquila y sosegada, desde siempre, se han visto reflejadas en su obra pictórica, paisajes y bodegones son un deleite para la vista, pero sobre todo, un estímulo interior. El cuadro que muestro del artista lleva su inconfundible impronta, un óleo tenue, que suaviza la viveza y brillo del pigmento confiriéndole una presencia atemporal de icono antiguo o retrato de Fayum. Tras Aquerreta hay una larga tradición pictórica que llega hasta hoy partiendo de los maestros del Trecento Quattrocento italianos, desde Cimabue y Piero della Francesca hasta llegar a la pintura metafísica de Giorgio Morandi. Esta imagen retrotrae a un momento concreto de la vida, una época en la que todo estaba por hacerse. Rostro detenido en el tiempo que, más allá de ser un espejo, representa el carácter perenne del arte, su pervivencia frente a lo efímero de la existencia humana. Mientras que en El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, la pintura del rostro del protagonista envejece para que su belleza carnal no desvanezca, en el cuadro de Aquerreta la imagen documenta nuestro destino irremediable.
Coleccionar arte es una vocación cargada de misterio, el interés y la necesidad de sentirse acompañado por una obra se convierten en una atracción emocional e intelectual que alimenta, son nutrientes que proceden del saber hacer y de las reflexiones de su creador. He descubierto en el arte esa capacidad de evasión, de distanciamiento de la realidad, que permite ver el mundo desde otra perspectiva. Y ahora, desde este encierro obligado, más que nunca, advierto el auxilio que es para la supervivencia. “Y vine volando” es una secuencia de la película Mar Adentro de Alejandro Amenabar, muestra cómo la imaginación puede llegar a ser más poderosa que cualquier limitación. Una ventana abierta al deseo de libertad que, como metáfora visual, desencadena una fuerza vivificadora en el espectador que la contempla.
Una frágil línea divisoria separa realidad e irrealidad en el mundo de las artes, como una puerta abierta a nuevos horizontes, cruzar su umbral es dar “rienda suelta” a la imaginación, propiciar ese viaje deseado y descubridor de mundos interiores que, sólo desde las artes plásticas, son posibles. No es extraño que en este rincón, junto al retrato de Juanjo Aquerreta, conviva una obra de Mónica Dixon con otra de Leo Wellmar, ambas representan, a través de un cierto encantamiento, lugares para perderse (o encontrarse). “Riverview”  de Mónica Dixon, es una casa solitaria en algún lugar indefinido, de un azul que se ha apoderado del color del cielo y que, tras una sólida apariencia de refugio necesario, transmite cierta inquietud por su yermo e impreciso emplazamiento. Al virtuosismo técnico y rigor formal de la artista, basado en leyes de medida, escala, simetría y orden, se suma una especial forma de disponer una luz que lo impregna y armoniza todo y que encuentra un claro paralelismo en la obra de Leo Wellmar. “Close I”, cuadro de pequeño formato que sorprende por su espacialidad, la riqueza de recursos formales de la artista ha ido derivando hacia una pintura de lo trascendente ligada a la filosofía oriental. Un gélido paisaje blanco, de vegetación perenne habla del orden y de los ciclos de la naturaleza. La elección de un punto de vista muy bajo propicia un paisaje estratigráfico en el que la línea del horizonte se aleja concediendo el máximo protagonismo a un primer plano nevado, anunciador de fertilidad y regeneración. Wellmar se mueve entre la recreación idílica de un lugar en el que respirar hondamente, y un cierto nihilismo y distanciamiento ante una naturaleza imposible de alcanzar, ubicándonos en los límites entre lo figurativo y lo abstracto, entre el ser y la nada.
Ante este tipo de obras surge el interrogante de si el arte es recreación de la realidad o es la realidad misma, una realidad nueva y alternativa surgida desde la absoluta libertad. La creación plástica es un bálsamo reparador, un cicatrizante natural para la mente y para el alma. Estas pinturas son mucho más que una propuesta estética, son una alternativa frente a la dureza de la vida. Jezabel Rodríguez es otra pintora próxima a estos presupuestos, sus “naturalezas muertas” contradicen tal calificativo, pues son emanadoras de una luz vivificante. La tabla que conservo (imagen 4) profundiza en la esencia de las cosas, objetos cotidianos que, de alguna manera, son una prolongación de ella misma y que conecta sin fisuras con el observador. Nos traslada a un remanso de paz, de cierta austeridad cartujana, una pintura para la contemplación y el ensimismamiento, con el silencio necesario para todo viaje iniciático. No es extraño que en el catálogo de presentación de su exposición en As Quintas, A Caridad, recurriera a la sencillez del poeta japonés Masaoka ShikiPrimavera en el hogar/No hay nada/Y sin embargo hay de todo.
Jezabel Rodríguez nos lleva a través de la valoración de las cosas sencillas de la vida a entender cómo lo importante está en la esencia y, desde esa esencialidad, desde esa resonancia interior, el arte refuerza la necesidad de dar un sentido espiritual a la existencia.
Esa capacidad de transfigurar la realidad a otra dimensión, a la dimensión de las artes plásticas, se siente ante la pintura de Lisardo“Despedida”, es una imagen callada, una mirada que se vuelve hacia el interior, un vaciamiento absoluto de apariencias y un proceso detenido en el momento donde el pigmento ha quedado contenido tras el cristal. Una obra que no procede del mundo objetivo, tampoco de la pura subjetividad, sino de la relación íntima entre el creador y sus mundos. En la más reciente exposición del artista, Confinado/ Y aun así/ Ahora mañana, se advierte cómo entre sus propósitos está el hacer visible lo invisible, poder ver cosas que sólo son conocidas desde la mente, porque el fin del arte no es describir, es advertir que el auténtico valor reside en la capacidad para contrarrestar pensamientos y emociones negativas, para crear orden en el caos y aportar solidez en un mundo de cambios impredecibles pero, sobre todo, como afirmaba también Agnes Martin: “el valor de la pintura se encuentra en quien la contempla porque, cuando descubrimos sus valores profundos y trascendentes, realmente, nos estamos descubriendo nosotros mismos”.

Santiago Martínez es profesor de Historia del Arte

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